La noción de Patrimonio Cultural ha experimentado una evolución considerable en el curso de los últimos cuarenta años, hasta convertirse en objeto de comunicación y en un verdadero fenómeno social. Si analizamos ese proceso, sin embargo, vemos que esa evolución conceptual – con sus declaraciones oficiales y Convenios internacionales, que abarcan desde el monumento en sí mismo hasta la moderna percepción del paisaje, hasta transferir la consideración patrimonial al concepto de paisaje – dejó de ser operativa a finales de los años ochenta – para dar lugar a un retroceso efectivo. Es decir, frente a la evolución del concepto, asistimos a una involución en las prácticas y en las políticas, que amenazan con hacernos regresar al punto de partida.
Sobre estas premisas ha desarrollado ayer tarde su intervención dentro del ciclo “ La memoria de Europa en un mundo global” del Aula de Religión y Humanismo de la UCO, el ex director de Cultura y de Patrimonio Cultural y Natural del Consejo de Europa José María Ballester, presidente asimismo del Grupo de Trabajo “ Paisajes Culturales” de Europa Nostra quien intervino acerca de “ Patrimonio Cultural y Modelo de Sociedad”.
Para Ballester en el eje de esa divergencia, se plantean las cuestiones de “qué” y del “para qué” de esas políticas. Y se olvida que toda esa evolución conceptual estaba ligada – al menos en lo que al Consejo de Europa se refiere – a una determinada concepción de la sociedad. Más aún, a una concepción humanista de la sociedad, en cuya construcción la noción misma de patrimonio cultural, natural, paisajístico o territorial, su propia gestión, encarnaba todos esos valores de orden espiritual, de orden ético, de orden intelectual o de orden material – entiéndase patrimonio construido, paisaje o territorio que suscitan en nosotros un sentimiento de pertenencia común. Es decir, se convierten en un factor de cohesión. Una factor tanto más importante en el mundo globalizado en que vivimos, cuando emergen en nuestro propio cuerpo social nuevas culturas, de signo tan diferente.
Más allá de esas declaraciones oficiales y de los Convenios o Recomendaciones que sustentan esa evolución conceptual, se impone una nueva reflexión sobre la noción de patrimonio cultural y sus potencialidades efectivas. Es decir, se plantea el “para qué” de esas políticas, desde una perspectiva más inmediata: el papel del Patrimonio Cultural, en sentido amplio, en el proceso de construcción y de integración europea.
Asi lo establecía, con claridad meridiana según el conferenciante, el primer párrafo de la Declaración final de Jefes de Estado y de Gobierno, en la “cumbre” que el Consejo de Europa reunió en Viena, en el año 1993, donde la noción de “Patrimonio Cultural común, enriquecido por su diversidad”, se equiparaba a las democracias parlamentarias, el Estado de Derecho o la universalidad e indivisibilidad de los Derechos Humanos. Es decir, los Jefes de Estado y de Gobierno, cuando afrontaban el fin de la división de Europa en bloques geopolíticos, vinculaban directamente el patrimonio cultural al modelo de sociedad humanista – y de inspiración cristiana, dicho sea de paso – que esta Organización internacional ha preconizado desde su fundación en el año 1949.
De ahí, la importancia de esa reflexión, que – finalizó- pasa necesariamente por tres puntos fundamentales: devolver su inteligibilidad a los bienes que se integran en esta noción amplia de patrimonio, reconocer su universalidad – alimentada por un proceso creciente de posesión emocional de estos bienes por parte de los ciudadanos – y promover su integración, como factor esencial, en ese modelo global de sociedad que busca la Unión Europea y que ha forjado a lo largo de la historia esa idea que denominamos Europa: ser y proponer una forma de ciudadanía democrática.